Firmado en el ángulo inferior derecho “Regoyos”
Signatura: FAR P-72
Esta obrita tiene un interés que trasciende su tamaño. La sencillez, incluso banalidad, del planteamiento compositivo se ve enriquecida por el atrevido uso del color que conecta este cuadro con la modernidad renovadora tan bien entendida por Regoyos.
A diferencia de su profesor Carlos de Haes y de su consuegro Aureliano de Beruete, Regoyos incorpora a su pintura las lecciones del puntillismo, en cuanto a contraste de colores puros, en busca de una simplificación formal y una luminosidad mayor, adaptando esos recursos a un estilo sincero y personal. Sin llegar nunca a la radicalidad de sus amigos Seurat y Signac, más cercano quizás a planteamientos de su también amigo Pisarro supo desarrollar una dicción sencilla y luminosa y un acercamiento directo y humilde a la realidad.
Los colores primarios, aquí atemperados, están dispuestos en franjas nítidas contrastantes pero armonizadas por sutiles matices, en busca de una reverberación, una luminosidad que el recurso al claroscuro no habría conseguido tan eficazmente. El cielo contiene así una gama de tonos crepusculares limpios, en ese instante inaprensible entre últimas luces del día y primeras sombras de la noche, que hallan su reflejo en el agua y que son todo un deleite para la contemplación. La disposición de las franjas en insistidas horizontales subraya la sensación de placidez.
Finalmente, comprobamos como en este cuadro la confrontación con el escurridizo espectáculo de la realidad se torna en un objeto cuya belleza va más allá de lo inmediatamente visible, trasciende lo real, se adentra por los senderos de la pura sensibilidad del pintor y quizás por los de la revelación, un sentimiento casi religioso nacido de la fascinación por el gran espectáculo de la naturaleza. Todo esto coincide con las premisas estéticas defendidas por Antonio Ródenas.